La era de la anhedonia

La era de la anhedonia

Una mirada crítica de la Medicina

ETHICA DIGITAL publica un capítulo del libro Cerebro Clínico, escrito en septiembre de 2017, por Daniel Flichtentrei, médico y pensador, que nos ha visitado en dos oportunidades y ha estado presente en nuestra sección cultural en varias ocasiones. Ha sido director de la revista digital IntraMed e impulsor de la medicina narrativa. Mario Bunge, otro gran pensador argentino, lo define como heredero de la tradición de los grandes médicos argentinos de la generación del 80, Eduardo Wilde, Miguel Cané y Carlos Malbrán. Y afirma que ha tenido el privilegio de espiarlo como el iatromédicos o filósofo médico empeñado en ir más allá del dato clínico o de laboratorio, para alcanzar los mecanismos biológicos y sociales de la enfermedad, y uno de los pocos médicos que se han ocupado de políticas y acciones sanitarias desde el punto de vista de un ciudadano que cree que la misión del Estado es facilitar el bienestar individual. El texto que publicamos tiene un título provocativo: La era de la anhedonia, que hace referencia a la incapacidad para experimentar placer, la pérdida de interés o satisfacción en casi todas las actividades. Lo publicamos como un desafío a los colegas: ¿hemos avanzado o seguimos en la era de anhedonia? Si nos hacen llegar respuestas, las publicamos. (Luis Rodeiro).

Vivimos una época de pérdida del entusiasmo, ya casi no queda nada que nos encienda. Las recompensas están devaluadas por su propia inmediatez y las pasiones se han licuado en una satisfacción incesante, estúpida, urgente, vacía. Estamos atravesando un período refractario donde los estímulos se han hecho inútiles por exceso. El único premio que todavía funciona es el dinero pero su capacidad para comprar nuestra voluntad es cada vez menor.

Mientras no seamos capaces de aprender y enseñar que hay objetivos que justifican el esfuerzo no podremos salir de esta loca carrera cuya meta se nos ha desdibujado en un horizonte borroso e indefinido. Estamos atrapados en el mismo lugar con los pies corriendo a varios centímetros del piso. Sobrestimulados por quienes compiten por capturar nuestra atención y por oscurecer nuestro entendimiento. Nos han adiestrado para no tolerar la falta de estímulos, para sentirnos vacíos sin ese constante bombardeo. Al tiempo para la reflexión y la contemplación hoy se lo llama “aburrimiento”. Es una desgracia.

Los proyectos se agotan en la pura planificación. Hacer, implementar, tomar acciones guiados por ellos se ha convertido en un paso imposible de dar. Las propuestas están para ser enunciadas, La era de la anhedonia 84 ya no está para ser concretadas. Los sueños son para ser soñados y no para ser convertidos en realidad. Sentimos el vértigo virtualizado de la velocidad sin movernos. La abulia es consecuencia de la anhedonia. No estamos quietos sino paralizados. No es que no sepamos adónde ir sino que no encontramos los motivos para hacerlo.

Enseñar y aprender medicina
Los alumnos se proponen estudiar, pero no lo hacen. Los docentes enseñan, pero no lo logran. Hay pocas tareas más difíciles que despertar la pasión y el entusiasmo a una generación de estudiantes hieráticos y narcotizados ante la hipnosis del Power Point. Nadie pregunta, nadie propone, nadie busca el camino personal que lo conduzca desde la teoría a la práctica.

La educación de posgrado es un trámite cuyo objetivo es la adquisición (¡carísima!) de una certificación que asegure que alguien ha estado allí, aunque su tránsito por las aulas se haya limitado a una ceremonia de cuerpo presente (en el mejor de los casos) y de entusiasmos ausentes. Las innovaciones pedagógicas y didácticas son a menudo juegos de parvulario que buscan el entretenimiento como sustituto del esfuerzo. Se declaman y se exhiben en circuitos académicos pero jamás se muestran sus resultados en el aprendizaje concreto ni su impacto en la conducta profesional.

Son los enfermos y no los congresos pedagógicos la única medida del éxito o del fracaso de una intervención en la educación médica. La medicina no es una práctica discursiva ni una retórica intoxicada de jerga posmoderna y constructivista que considera que la realidad es una construcción y los hechos un detalle minúsculo. Lo que se construye es el conocimiento de una patología, no la enfermedad. Nadie que no sepa medicina puede enseñar medicina. Aunque saberlo tampoco garantiza la eficacia del proceso. Es una condición necesaria pero no suficiente.

La medicina se aprende a través de un saber milenario que se  transmite de generación en generación y que no puede ni debe desvalorizar la figura del maestro. La transmisión del espíritu de una profesión es una cadena de eslabones que vinculan al joven con las generaciones que lo precedieron. Esta continuidad le permite saber de dónde viene y tomar conciencia de hacia dónde va. No se puede ingresar a una comunidad de pares aislado de los acontecimientos que la fundaron ni del conocimiento de su historia. Aprender medicina es una actividad que lleva toda la vida.

El eje alrededor del cual se ejerce la práctica de la medicina es el padecimiento humano, no el acatamiento impersonal a las recomendaciones genéricas que siempre proceden de la epidemiología, del promedio y no siempre aplican al caso individual. En la práctica, lo aprendido se convierte en acto en circunstancias que son siempre únicas e irrepetibles. No es posible conocer medicina sin adquirir sus fundamentos científicos pero tampoco es suficiente limitarse a ellos. La práctica médica es una relación humana entre un ser que padece y otro que tiene los conocimientos y la voluntad para ayudarlo.

La educación médica busca la adquisición de habilidades, competencias y valores. En todos los casos estas aptitudes pueden aprenderse. Existen diversas formas de hacerlo y las facultades ofrecen con ese propósito ambientes distintos para estimularlos: el aula, el hospital, los laboratorios, los centros de salud, la comunidad. Se aprende de los libros tanto como de los maestros. De ellos recibimos el fundamento que nos dice para qué, por qué hacemos lo que hemos elegido como forma de vida. Sin sus ejemplos el saber técnico es un repertorio de datos huérfanos de valores que le den sentido.

Dr. Daniel Flichtentrei

Islas perdidas
Los algoritmos, las guías de práctica clínica, la exorbitante complejidad de los exámenes complementarios son islas perdidas sin el sustento de la compasión, de la vocación de servicio y de una empecinada voluntad de comprender las historias personales de 86 aquellos en quienes las aplicamos. La artificial división entre una historia clínica saturada de información y de jerga y la historia de vida constituye un dramático obstáculo epistemológico que le resta a nuestro trabajo eficacia terapéutica y satisfacción existencial.

Las competencias clínicas no se aprenden tanto cuando se entienden como cuando se aplican. Las destrezas técnicas requieren de largos períodos de entrenamiento. Las capacidades humanas de compartir el sufrimiento ajeno, de acompañar, de limitar las intervenciones fútiles y de emplear lo que se sabe con racionalidad, empatía, oportunidad y respeto por las creencias y los deseos del paciente son un aprendizaje permanente. Es imposible enseñar o aprender medicina sin ejercerla al lado del enfermo que tiene hoy un rol activo en la toma de decisiones acerca de su propia salud.

Los desvaríos teóricos de una pedagogía desvinculada de las auténticas necesidades de las personas o de una didáctica lúdica de kindergarten no solo han fracasado, sino que han hecho daño. Nadie aprende sin esfuerzo, no es inteligente sustituir el rigor y el trabajo metódico por el entretenimiento y los juegos de niños. Aunque en muchos casos sigan proponiéndose con la arrogancia de quien no cree necesario evaluar sus propios resultados.

Es imperativo evitar la fragmentación del conocimiento, su desarticulación de las necesidades de la población, el enfoque tecnocrático y sin comprensión del contexto social o de las necesidades subjetivas o el tribalismo disciplinar. Pero también es necesario huir del falso humanismo que vacía de contenido médico a la medicina. El relativismo extremo, el prejuicio anticientífico o el dualismo son otros de los peligros que acechan a la enseñanza de la medicina en tiempos de posmodernismo trasnochado.

Los estudiantes tienen el derecho a recibir una educación que los prepare para responder a lo que la sociedad espera de ellos, que los proteja de los desvaríos conceptuales y de la enfermedad profesional. Pero también tienen la obligación de entregar su esfuerzo para lograrlo, su pasión para ser felices y plenos haciéndolo y su responsabilidad para someterse a la evaluación permanente de sus competencias.

La anhedonia en la práctica médica
Como mencionamos, la medicina es una profesión que convive con la incertidumbre. Aprender a pensar científicamente es una parte indispensable de la formación profesional. Reclamarla como un derecho o exigirla como obligación es responsabilidad de todos los actores involucrados.

Los médicos damos con demasiada frecuencia consejos que sabemos que la gente no puede cumplir. Los pacientes piden recomendaciones que no seguirán. Prescribimos fármacos que las personas reclaman pero no toman. El arduo trabajo sobre la salud muere en la soledad del consultorio. Allí dos personas acuerdan acerca de qué cosas es necesario hacer, pero jamás conversan acerca de cómo hacerlo (faltan evidencias acerca de los métodos de implementación).

La inercia clínica, la falta de adherencia, las propuestas imposibles de cumplir o de comprender y la carga de tratamiento en enfermedades crónicas muchas veces no articulan lo que se necesita con lo que se puede o con lo que se quiere de acuerdo con los valores y las preferencias del enfermo. La ausencia de estrategias de motivación o la resignación como estilo clínico ante lo que juzgamos inevitable o inmodificable, el paternalismo que resiste al empoderamiento del paciente en patologías que durarán toda la vida y que exigen de su autogestión. Mucho de lo que hacemos es un simulacro. Una pantomima virtual que reproduce un movimiento mientras permanece en el mismo lugar. Un triste ejercicio de cinismo clínico.

La medicina es una profesión maravillosa que exige entusiasmo, pasión y compromiso. Desde ya que las condiciones objetivas para su ejercicio son un derecho inalienable de quienes la practican y de quienes la necesitan. Las jornadas agotadoras de trabajo que reducen el rendimiento físico y mental o las retribuciones indignas que obligan al multiempleo permanente conspiran contra la eficacia de lo que hacemos. Pero sin el fuego que enciende la recompensa simbólica del placer por ayudar a quien nos necesita, nuestra tarea cotidiana puede convertirse en un pobre ejercicio automático y desangelado que no solo no nos hará felices como médicos, sino que nos expondrá a la enfermedad laboral, a la insatisfacción con nuestras propias vidas y, lo que es más grave aún, les quitará a nuestros pacientes la posibilidad de recibir el beneficio de un contacto intersubjetivo, sincero y sanador.

La estúpida cultura del me gusta
Las ficciones ya no evocan experiencias, las producen. Esto nos releva del trabajo de vivirlas. No nos han cortado las piernas. Todavía están allí, pero ya no nos resultan necesarias. Entre la potencia y el acto se ha levantado un muro infranqueable. Nadie se mueve de la silla simplemente porque nos hemos quedado sin respuestas a la pregunta: “¿para qué?” Vamos sustituyendo la experiencia por la mera vivencia, y ni siquiera nos damos cuenta de lo que eso significa. Afirma el filósofo coreano Byung-Chul Han: “Información y datos están siempre desnudos. Convierten a la interacción en pura transacción. Cuentan (computan), pero no ‘cuentan’ (narran)”.

Vivimos en una época donde se manipulan nuestras emociones (automáticas, somáticas, performativas) y se obturan nuestros sentimientos (narrativos, lentos, reflexivos). La velocidad no es una virtud en sí misma si no se sabe hacia dónde se va. La adherencia o el rechazo intuitivo nos condena a la superficialidad y cierran las puertas al pensamiento crítico. La resistencia a lo que parece dado e inevitable como una zeitgeist tóxica que nadie discute, nos condena a la trivialidad y a la estúpida cultura del me gusta. Alguien debe decir: “¡no!”

Ninguna de estas cuestiones es eterna o definitiva. Nada de lo que hoy registramos es inmodificable si nos lo proponemos. Pero es imposible y estéril todo esfuerzo para lograrlo si antes no admitimos descarnadamente la magnitud de lo que nos pasa. Silenciar lo que está delante de nuestros ojos es una estrategia de avestruz que solo puede contribuir a perpetuar lo que quisiéramos cambiar.

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