Las complejas emociones de un nacimiento

Las complejas emociones de un nacimiento

Entre la ciencia y el milagro.

Lo confesamos abiertamente: esta sección de Cultura es fuertemente dependiente del espacio Arte y Cultura de la Revista IntraMed, una de las mejores publicaciones dirigida a los médicos. Los textos que publica y que ETHICA DIGITAL reproduce en muchas oportunidades, son además de un testimonio  propiamente médico, un ejercicio literario. Confesamos también que la intención de publicarlos es una invitación reiterada a que los médicos de nuestra Córdoba se sumen a escribir sus testimonios. En este caso, presentamos un texto de un profesional de Rosario, que nos emociona y que esperamos emocione a nuestros lectores. Las fotos también le pertenecen.

“Ser padre consiste en dejarse ganar hasta el día en que la derrota sea verdadera”
Alejandro Zambra

Del otro lado de la piel. Dr. Esteban Crosio.

– Te tendría que internar. Sí, las voy a internar.

En ese efímero segundo que se tomó entre ambas frases, la doctora Noelia repasó la cantidad e intensidad de las contracciones, el grado de permeabilidad del cuello uterino, la anemia crónica de Gisela y otros detalles no menores como las 26 semanas del primer embarazo en curso. Siempre valoré el temple de mi amiga para tomar decisiones pero nada pudo evitar el miedo inesperado y reprimido de aquella tarde. Nadie acepta fácilmente la idea de ser padre atormentado de incertidumbres.

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– A ver mamá, vamos a hacer un pinchacito en la cola para que la bebé respire mejor.

El diminutivo les da impunidad a demasiadas cosas. No era un simple “pinchacito” el de la enfermera. Una aguja filosa y brillante iba a atravesar el glúteo derecho e introduciría un corticoide gelatinoso que genera un espasmo escalofriante que se irradia por toda la pierna durante una eternidad. Yo solo miraba. Tenía la mente en el dolor de Gisela y estaba agobiado por la idea de que mi hija, una criatura que no llegaba a los 900 gramos, se adelantara a las fechas previstas. No, no quería hacerles falsas promesas a las cunas de acrílico de Neonatología o caer en el desconsuelo de los embarazos que terminan en brazos vacíos. No y no. Me negaba por dentro como un nene encaprichado que no asume la verdad.

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Ya de alta en nuestro hogar improvisado, un cóctel de fármacos para inhibir las contracciones del útero, hierro en comprimidos y paracetamol S.O.S ocupaban las alarmas del celular de Gisela. Mi reloj biológico se anticipaba a esos sonidos y muchas veces le alcanzaba a la cama el blíster correspondiente y un vaso con agua antes que suene el recordatorio. Lolo refregando su hocico canoso se transformaba en acompañante terapéutico para cumplir la orden: reposo absoluto. Gise tachaba horas creando hermosos juguetes de lana o con alguna serie mala de Netflix y un mate cocido. Cada semana que pasaba sin que Olivia amague nuevamente a salir era un partido de Mundial ganado.

​Semana 40 y 2 días: “Noelia, no doy más”. Gisela entró al control arrastrando los pies y cargando en su vientre a Olivia, que ya no era una criatura sino una muñeca 5D hiperactiva que, según la última ecografía, superaba los 3250 gramos. En las imágenes se escondía, hacía trompita y volvía a esconderse. Bella como la madre y terca como el padre. Los niños son tan impredecibles que desde la panza te manejan la existencia. Del mayor de los sustos a tener que desalojarla del más cálido hotel. Parecía un simple trámite poner fecha de inducción aunque en realidad era como elegir cuándo jugar la Final del Mundo. Sí, mientras las mujeres ponen el cuerpo, nuestra mononeuronalidad masculina construye analogías con cualquier cosa relacionada a una pelota de fútbol.

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El martes a la mañana llegamos al hospital con una valija carry on con pañales talle 1, toallas y ropa ultra diminuta para estrenar. En mi mochila tenía los papeles para el ingreso y todas las cosas que no iba a necesitar, una colección de “llevo esto por las dudas” como ilusión de control. Nos mirábamos con Gise en silencio, transmitiéndonos una ansiedad contenida difícil de explicar. Era cuestión de entregarse a la utopía de intentar disfrutar.

​El monitoreo fetal sonaba a ritmo de orquesta electrónica y Noelia decidió empezar con el goteo de oxitocina. “Chicos, aprovechen ahora para dormir y relajarse que después del mediodía vas a estar más dolorida”, nos dice antes de retomar sus pacientes de consultorio. ¿Dormir? ¿Relajarme? Solo atiné a comentarle a Gise que me avise por lo que sea que necesite, me puse los auriculares y saqué uno de los libros que había llevado para hojear.

Las contracciones aumentaban y las horas pasaban pero la dilatación no progresaba de la manera deseada. Un grandote de metro noventa y ambo amarillo entró a la habitación. Era Ulises, el anestesiólogo, preparado para dar la primera estocada en la espalda baja de Gisela: la famosa peridural. Noelia volvió más tarde decidida a romper la bolsa amniótica. Cuando las puertas de la habitación se abren y cierran más seguido, cuando el desfile de gente crece, uno empieza a percibir que el panorama no es muy alentador.

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El terremoto fue aquella semana 26 de amenaza prematura de parto, internación de 5 días incluida. Luego vinieron las réplicas, la sensación casi constante de convivir con otro temblor, otra noticia o diagnóstico que siga destruyendo la mentirosa burbuja del embarazo perfecto. Hasta que llegó un nuevo sismo. Los labios fruncidos y el leve movimiento horizontal de la cabeza delataron la situación. “Es meconial Gisela, no la pienso arriesgar a la beba. Vamos AHORA a quirófano”. Mi hija se ahogaba con sus propios fluidos, Gise transpiraba esfuerzo tras esfuerzo y yo atónito tratando de acomodar la película con este nuevo fotograma.

​Se define por penales. Tenía fugaces minutos para tratar de cambiarme. Ponerme la cofia, barbijo y bata de la forma más digna y aguantar. Agarrarla fuerte de la mano y aguantar. Y ahí comienza la experiencia inmersiva en ese submundo que es una sala de quirófano. Cuánta vida y cuánta derrota hay entre esas paredes. Cuando me autorizaron a entrar, esquivé los cables y sondas casi en puntas de pie para llegar a  la cabecera de la camilla y encontrarme con Gise, que había padecido otra intervención lacerante del anestesiólogo y estaba blanca como un papel. Un reggaetón espantoso sonaba de fondo en la radio del quirófano, pero en mis oídos la banda sonora del momento más importante de mi historia me envolvía con las cuerdas de un violoncelo más acelerado que mi frecuencia cardíaca. Todo sucedía a una velocidad paranormal.

Noelia le daba indicaciones a una médica residente y a la instrumentadora mientras hacía algunas incisiones. El humo quirúrgico se veía y sentía por encima del manto rosa que separaba el tórax del resto del cuerpo narcotizado de Gisela. El anestesiólogo a mi izquierda, muy relajado, miraba  el monitor con los signos vitales. Al fondo llegué a divisar a una mujer, la neonatóloga, preparada como una bombera. Me temblaban las piernas. “Bueno, ¿estamos listos? Ahí viene Oli”, exclamó Noelia levantando la vista. Y con sus 2 manos enguantadas y llenas de sangre, del otro lado del telón, sacó y apareció, como una sirena sollozando desde el mar, el milagro más hermoso.

Uno vuelve a nacer en el instante que escucha el primer llanto de su hijo. Absolutamente todo pierde sentido excepto esa cosa  pequeña y frágil capaz de generar emociones increíbles. Y es imposible poder admirar a otra persona más allá de ella, tu gran cómplice, quien estaba ahí acostada con los brazos extendidos, cuasi crucificada, a la espera de ser suturada, empapada de sudor y lágrimas. “Ya está”, le susurré al oído. Le acaricié la mejilla y le besé la frente hasta que la neonatóloga me llamó para ir el encuentro de Olivia. Acá es donde no alcanzan las palabras. Cualquier intento de descripción es un fracaso de la escritura y una injusticia contra la memoria. Tenerla en brazos, verme reflejado en sus ojos. Por fin estaba de este lado de la piel. Cuando me dieron el Ok se la acerqué a Gise. Anhelaba profundamente ese reencuentro, no necesitaba más.

Salgo del quirófano con un alivio visceral que se transformaba en llanto y risa al mismo tiempo al caminar el interminable pasillo del hospital; porque seguramente de llorar y reír en simultáneo se traten los momentos que nos marcan para siempre. Agitando los brazos en el aire con los puños cerrados, buscando rostros amigables que confirmen que esto pasó y está pasando. Que hay que vivirlo para entender lo que siempre nos contaron.

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¿De qué está hecho un recuerdo?

Olivia: no sé si algún día vas a leer esto. Tampoco puedo afirmar para qué lo escribo. Probablemente para reivindicar el sobrehumano esfuerzo de tu mamá o para inmortalizar en letras los sentimientos que voy descubriendo desde tu existencia. Pasaron meses de ese turbulento martes de invierno y me niego a dejar de contemplarlas en lo simple, siendo espectador de lujo de un binomio simbiótico.

Es madrugada. Las miro ensambladas un rato largo de reojo, casi desde el precipicio lateral de la cama, y el insomnio me obliga a agarrar el celular para escribir ideas en la aplicación de notas. Algunas canas no me garantizan que recuerde estos detalles al amanecer. Voy a la heladera a practicar el deporte de abrirla, mirar y cerrarla.

Te mentiría si te prometo ser el mejor, vendrán miles de porrazos juntos. Hoy te juro no dosificar esfuerzos y dejarme llevar por el instinto que me genera este amor desbordante. Jugaremos como nunca y jamás nos importará el ridículo. Madurar es solo una quimera.

Vuelvo a la habitación. Gise lee en silencio mientras vos te prendes en calma de su pecho izquierdo. Abro la notebook decidido a ponerle el moño a este relato y terminar con la estafa: no se puede rearmar aquello que es imposible ser narrado, escribir es venderle ilusiones al lector. Cuando lo real trasciende lo imaginado, no queda otra que resignarse a seguir construyendo los recuerdos que durarán toda la vida.

Dr. Esteban Crosio. Médico (especialista en Hemoterapia e Inmunohematología y Medicina del Deporte). Docente (Cátedra de Histología y Embriología de la Universidad Nacional de Rosario, Argentina -UNR)

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